Y ahora se piensa en las anchurosas madrugadas
de responsabilidad y angustia que has vivido,
en las tristezas insondables de ver partir,
antes de tiempo, a grandiosos camaradas.
Le exigimos tanto y tanto dio
que le creímos imbatible.
Posiblemente no nos equivocamos.
Seguirá, innumerable, en la latitud sin fronteras
de las semillas y los árboles llenitos de olor y vigores
que anduvo plantando
y le hacen inmenso y perpetuo.
martes, 29 de noviembre de 2016
domingo, 27 de noviembre de 2016
PRIMAVERA EN LA MEMORIA
Por: Elsa Claro
Abril de 1965 pudo ser, y fue, un mes como cualquier
otro. A lo largo de sus 30 días, Estados Unidos detonó cinco bombas atómicas.
La última de ellas en un polígono
nuclear de Nevada.
El día 28, el presidente Lyndon B. Johnson, ordena
invadir República Dominicana, donde semanas antes comenzara una contienda civil entre
constitucionalistas, liderados por el coronel Francisco Alberto Caamaño, asesinado poco después, y las
fuerzas de derecha del conocido como Segundo
Triunvirato. El entonces mandatario norteamericano justificó la acción diciendo
que fue para evitar la “expansión del comunismo” y “defender” a los turistas
estadounidenses.
Al fondo, transcurría, ya con mayores penas que glorias, la guerra en Viet
Nam. Washington urge al gobierno australiano, justo en ese cuarto mes del año, para
que enviara armas y tropas a la contienda en el sudeste asiático, que se iba a
extender durante 10 años más, a un coste de alrededor de 5 millones de víctimas
vietnamitas y unos 6 mil jóvenes estadounidenses que ni siquiera supieron en
nombre de qué o por quién dieron su vida.
En Cuba, mientras tanto, Fidel, junto con el Consejo de Ministros, le daba
inicio a la Jornada de la Victoria, nombre dado a una semana de trabajo en los
cortes de caña, como homenaje al triunfo obtenido en 1961 ante la invasión mercenaria patrocinada
¡oh casualidad! , por EE.UU. Esta
práctica, ya sistematizada, se conocería después como Jornada de Girón.
Fui como enviada especial del diario La Tarde a cubrir ese acontecimiento
en las llanuras camagüeyanas. Cada día, el grupo de periodistas acreditados,
viajábamos desde la ciudad hasta el campamento donde el líder de la Revolución
y su gabinete se encontraban en esta faena voluntaria, durante la cual Fidel
hizo un esfuerzo por igualar a los mejores macheteros. Entre los datos de
nuestros reportes siempre se daba la cifra alcanzada por quien nunca se tomó a
la ligera nada de cuanto emprendía.
En medio de aquella semana, se dio acceso a la prensa extranjera que fue
hacia el área donde se encontraba el máximo dirigente cubano para asaetearle
con preguntas sobre el Ché. La mítica figura no aparecía en notas de prensa
sobre el acontecer nacional ni tampoco en visitas al exterior. Y como ha
ocurrido a lo largo de décadas, comenzaron a tejerse espeluznantes historias
sobre su paradero.
Ante todo se habló de una pugna entre él y el líder cubano. Esa hipótesis
planteaba que tras una fuerte discusión, Fidel había matado al Ché. El
disparate y otras especulaciones, estuvieron basadas en la supuesta rivalidad entre
los dos grandes hombres.
Fidel, sin dejar ni por un instante su tarea y de la forma particularmente
convincente que le caracterizó, les dijo: Nunca fueron mejores que en este
momento las relaciones de identidad entre el Ché y nosotros.
A partir de ese instante y sin revelar, por supuesto, dónde estaba el amigo entrañable y hermano de
armas e ideas, siguió exponiendo criterios sobre sucesos del momento. Entre
ellos, era inevitable, tópicos relacionados con la guerra en Viet Nam. La vida,
que suele ser más terca y concluyente que cualquier artimaña, demostraría la
honda verdad, la ilación incluso de varios acontecimientos, con lo expuesto en
aquel momento por el Jefe de la Revolución Cubana.
Y nosotros, un grupo de periodistas veinteañeros, fuimos testigos de un trozo
de vida y trayectoria, que dos años después tendría trágica continuidad con la muerte del
Guerrillero Heroico en Valle Grande.
Fidel nos pidió que nos quedáramos con él cuando los visitantes se
marcharon con anotaciones y cintas magnetofónicas que circularon profundamente de
inmediato. Estuvo dialogando con nosotros de muchas cosas, ninguna
intrascendente, lecciones vivísimas que laten en la memoria. Cuando el sol se negó a seguir iluminando aquella tarde, él
mismo propuso dejar constancia del encuentro en una foto que hizo Liborio
Noval.
Tuve oportunidad, en razón de mi desempeño profesional, de encontrarme en
diversas oportunidades con este hombre
tan especial, a veces imponente, enmarcado en el aura impar que impidió cientos
de veces que le mataran. A veces fueron jornadas tremendas, como las sostenidas
con decenas de colegas en el Palacio de Convenciones al calor de la ya cercana
desaparición de la URSS y las indecibles encrucijadas que hecho tan extremo
implicaban.
No le tembló el pulso para admitir errores y malos enfoques. Ni siquiera al
asumir responsabilidades que, en probidad, corresponderían a otros. Esa,
también fue, parte de su enseñanza y su legado. Luego no es una tontería ni
sobado mentís asegurar que se queda entre nosotros. Su obra transformadora
trasciende los confines de esta pequeña isla amenazada. Y como la verdad
concluye venciendo, déjese que la Historia lo aloje. Ella, hace mucho, le abrió
sus brazos.
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